Sufjan Stevens, «The Ascension»

Cinco años después del plácido (en lo sonoro) retrato familiar de «Carrie & Lowell» con el que recabó la admiración de la mayoría, incluida la de aquellos que se habían desencantado con «The Age of Adz», vuelve a grabar casi en solitario el poliédrico cantautor de Michigan, y en esta ocasión lo hace sirviéndose sobre todo de su instrumental electrónico y apenas apoyado en las guitarras de Casey Foubert y las percusiones de James Mcallister.

No le ha sobrado el tiempo precisamente durante estos años en los que ha participado en interesantes trabajos experimentales (como «Planetarium» o el más reciente «Aporia») además de colaborar en bandas sonoras como las del ballet «The Decalogue» o la película «Call Me By Your Name», pero la realidad es que había muchas ganas de escuchar la continuación de una carrera tan interesante por sí misma. Y con ella en las manos podemos decir que, sin producir el impacto de sus mejores trabajos, no desmerece el nivel de una trayectoria tan personal e inquieta como la que viene desarrollando Sufjan Stevens.

De nuevo impresiona con unas letras descarnadas y profundas que en esta ocasión se reparten entre el misticismo, la crítica, el desamparo y otras vicisitudes románticas, que desgarran con retratos de la actualidad punzantes y directos a las entrañas de un país (y un mundo) al borde de la debacle. Sigue fiel al pequeño sello Asthmatic Kitty, fundado por su padrastro Lowell Brams, y recupera algunos de los controvertidos sonidos que dividieron a sus seguidores con «The Age of Adz» pero en esta ocasión con mayores dosis de acierto y cercanía, también distanciados del folk que marcó sus inicios pero en una maniobra menos rupturista y abigarrada, más sintética e incluso bailable.

Retoma la temática religiosa para abrir el disco con Make Me An Offer I Cannot Refuse, con predominio de percusión y teclados e ínfulas disco, para iniciarse a continuación de forma evanescente Run Away With Me, relajada y cálida con un bello piano de fondo, y cerrar el destacado terceto de apertura con Video Game, brillante muestra de synthpop íntimo, ligero y bailable. En Lamentations predominan las programaciones que funcionan combinando calma con agitación y la sugerente Tell Me You Love Me suena tímida y desesperada bajo unos teclados que hacen crecer la intensidad. La onírica Die Happy va recabando ritmo y melodía a medida que avanza y Ativan es más alucinada, con una variedad de efectos que se van poco a poco acumulando.

Ursa Major es otro estimulante embrollo rítmico, que cuadra extrañamente, al que siguen las densas Landslide, más potente en el estribillo y con un brillante solo de guitarra, y Gilgamesh, con extra de emoción aportado por las voces. En Death Star se aprecian sobre todo las contundentes percusiones acompañando a la voz antes de la más melódica Good Bye To All That, también con variedad de ritmos pero con el cuerpo que le aporta un bajo más presente. Tras una larga intro Sugar gana profundidad electrónica y va sonando más intensa y después, en la bella The Ascension, los teclados son los protagonistas. Para terminar con los doce minutos y medio de America, repleta de efectos programados pero también prolongada con guitarra, órgano y mucha emoción al final.

Intacto el efecto sedante de su cálida voz, sello inexcusable de sus canciones, también conserva una emoción que transmite a diferentes intensidades e incluso nos pone a bailar como nunca había hecho. Aparcado una vez más su repertorio de instrumentos apegados al terruño, se pertrecha de tecnologías varias para encajarlas en su propuesta, y lo logra. Hemos conocido muy diferentes Sufjan Stevens a lo largo de sus más de veinte años de carrera y cada cual tendrá sus preferencias, pero no cabe duda de que también hace funcionar a este último.

Lowell Brams/Sufjan Stevens «Aporia» y Roger Eno/Brian Eno «Mixing Colours»

Aunque no demasiado, a veces también dedicamos espacio en este blog a lo que suele denominarse como «otras músicas» o géneros distintos de los más populares. Recuerdo haber escrito alguna entrada sobre discos más o menos conceptuales además de sobre otros con tintes étnicos o simplemente instrumentales que transitan por vías menos habituales y cuyo alcance en principio puede parecer más limitado.

En los últimos años han ido ganando espacio en los medios varios artistas unificados bajo el epígrafe de «neoclásicos» o «clásicos modernos», provenientes en su mayoría del mundo clásico, y que han ido condimentando esas bases con otros elementos contemporáneos como el minimalismo, la electrónica o el propio rock. El hecho de que miembros destacados de bandas como Radiohead, The National o Arcade Fire hayan grabado este tipo de discos o importantes bandas sonoras, ha contribuido sin duda a aumentar su visibilidad, pero hay otros muchos intérpretes con menos resonancia que son los que realmente han desarrollado este género hasta perfilarlo. Sin olvidar a los pioneros de la música New Age de las décadas finales del XX u otros apellidos ilustres más contemporáneos como Einaudi, Leao o Tiersen, son artistas mayoritariamente jóvenes los que han protagonizado sus últimos impulsos.

Hasta donde yo conozco, nombres como Max Richter, Nils Frahm, Olafur Arnalds, Joep Beving o el desaparecido Johann Johansson están entre sus principales representantes, y he de afirmar que, cada uno en su estilo, han hecho auténticas maravillas.

Otro artista pop al que no le es ajeno este género (si así se le puede denominar) es Sufjan Stevens, que ya grabó en esta onda  «Planetarium» con otros músicos destacados y que junto a su padrastro Lowell Brams acaba de lanzar un trabajo muy especial, de tinte electrónico, para el que señalan como referencia la música New Age y en el que también resuenan artistas como Enya, Vangelis o Jean-Michel Jarre. Estructurado en numerosas piezas, no es recomendable para quien espere escuchar otra vez el banjo ni la parafernalia orquestal del bueno de Sufjan, así como su voz melosa, pero sí contiene una buena ración de experimentación sonora e instrumentación sintética para crear algunas atmósferas principalmente relajadas y otras en las que se hace un hueco la emoción. Acompañado por habituales colaboradores del de Michigan como James Mcallister o Thomas Bartlett, el resultado es algo irregular, pero también agradable como compañía tranquila.

Con más experiencia en la música ambiental y con una de las más prestigiosas carreras como productor, Brian Eno se acompaña en esta ocasión de su hermano Roger Eno (y viceversa) para entregar su primer trabajo juntos desde que en 1985 grabaran la banda sonora del documental «Apollo» en compañía del también renombrado productor Daniel Lanois. Los pasos del mayor (Brian) son fáciles de seguir, miembro de Roxy Music hasta 1973 cuando iniciaría su carrera en solitario, algunas veces trabajando para grandes músicos y otras en solitario con proyectos más experimentales y ambientales. Por su parte Roger es conocido sobre todo por sus trabajos como pianista y compositor de bandas sonoras y discos de música del mismo cariz.

Extrañamente no habían grabado juntos en los útlimos treintaycinco años, aunque este cedé incluye composiciones de Roger en las que ambos vienen trabajando desde el 2005. Interpretado en solitario por Roger al piano y demás teclados, Brian se encarga de las programaciones y la producción y su escucha es más que agradable, en la línea de la serie «Ambient» con la que este último dio nombre a esa música que no requiere de una especial atención sino cuya función es la de acompañar y conformar la atmósfera mientras desarrollamos otra actividad. En esta ocasión con un tinte ligeramente más clásico que en los discos de la mencionada serie, sigue resultando un trabajo discreto, colateral si se quiere, pero eficiente.

En suma dos discos similares, de autores de muy diferentes generaciones, que bien podrían asimilarse a ese amplio (sub)género denominado neoclásica. Dos muestras útiles y para nada paradigmáticas que, en vista de que han coincidido sus lanzamientos en estas últimas semanas, aprovecho para explayarme sobre la actual riqueza de esta con estos dos trabajos calmados (mucho) y sugerentes que dan una idea de lo que pueden aportar otras posibilidades musicales.

El monumental tour de Sufjan Stevens por «Illinois»

Hay discos que parecen haber sido concebidos en un estado de gracia prolongado que dan como resultado obras que apabullan por su alcance. De cuando en cuando aparecen creaciones al margen de modas que rápidamente se apropian de un espacio exclusivo. En lo que llevamos de siglo, sin duda, este es uno de los pocos que lo han conseguido.

En 2005 Sufjan Stevens contaba treinta años, había transitado por el folk o la electrónica en sus cuatro primeros elepés y con el lanzamiento de «Michigan» (su estado natal) había anunciado en 2003 el inicio de un proyecto que incluiría un disco por cada uno de los cincuenta estados norteamericanos. Poseedor de una formación musical autodidacta que combinaba con sus estudios en la Academia de Artes Interlochen de Michigan, y tras una corta experiencia al frente de la banda de folk-rock Marzuki, no pareció atinar con su propia vía de expresión hasta la publicación de este «Illinois» en el que vertió sin limitaciones todos sus conocimientos y mañas para completar una obra que quince años después permanece como su mayor logro. Planteada como un recorido por los personajes, acontecimientos y lugares fundamentales de ese estado, Stevens llevó a cabo una inmersión profunda en su historia y cultura para extraer el material de unas canciones que inicialmente iban a componer un doble álbum pero al final quedó en simple, aunque con más de setenta minutos de duración.

Compuesto y producido en solitario y grabado en diferentes localizaciones de Nueva York, ciudad en que reside, en él Stevens interpretó una enorme nómina de instrumentos y se acompañó de multitud de colaboradores técnicos, vocales e instrumentistas de todo tipo para obtener un sonido de difícil clasificación y deudor de una heterogénea lista de precedentes en el jazz, el folk, el minimalismo…

A lo largo del disco pueden apreciarse muchos estilos, como el alucinado inicio de Concerning the UFO… (abreviaré algunos títulos porque muchos son de más de una línea) que acompaña a la voz con apenas voz y flauta, seguido de la magnífica solemnidad en ascenso a base de coros y orquesta de The Black Hawk War… antes de dar paso al primer y extenso corte vertebrador del conjunto, un Come On Feel the Illinoise… lleno de preciosas variaciones instrumentales para conformar una muestra de mayúsculo folk de cámara. Sensibilidad extrema en la íntima narración de John Wayne Gacy Jr., antes de la magnífica exhuberancia instrumental desplegada a base de piano, banjo, violines o metales en Jacksonville. El folk de Decatur… avanza a trancos de acordeón y guitarra poco antes de que Chicago deslumbre con su expansión de cuerdas, coros y vientos, enorme. Dos guitarras y dos voces suenan de inicio en Casimir Pulaski Day, que después introduce banjo y trompeta, antes de que empiece The Man of Metropolis… a ritmo eléctrico de guitarras y de coros que irá alternando con pasajes calmados hasta desatarse en otro gran final.

The Predatory Wasp… es otra de las piezas más destacadas, bella a las cuerdas, onírica y vital, va armonizando perfectamente las capas que se añaden, y They Are Night Zombies!!… va sumando con brillantez violines y coros al estribillo y sobre la base jazz inicial; mientras poco a poco, entre epílogos, nudos y lapsos que lo salpican sin mayor trascendencia, el disco avanza hacia su final. El órgano contribuye al ambiente casi fantasmal del piano y la voz centrales de The Seer’s Tower antes de una última gran canción, la animada The Tallest Man…, en la que palmas, flautas, piano y metales ayudan a conformar una atmósfera entre fílmica y clásica. El último cartucho lo quema Out of Egypt… a modo de despedida futurista con sus cuatro minutos de insistenca minimalista.

Como una extensión de Neutral Milk Hotel, o una especie de interpretación a pachas entre Rufus Wainwright y Yann Tiersen, las sensaciones con que te abandona la escucha completa de este disco son de generosidad y holganza de recursos, de experiencia incomparable y de una elaborada y consumada belleza.

Finalmente el proyecto de los cincuenta estados no llegó a fructificar (más tarde declararía que había sido una broma) y se quedó en este segundo capítulo, pero los proyectos de Sufjan se han seguido sucediendo, más o menos espaciados y desde variadas perspectivas sonoras; algunos de ellos fantásticos como su último trabajo en solitario, el «Carrie & Lowell» de hace cinco años que parece tendrá continuacion a finales de este mismo mes con un trabajo de tintes new age, grabado junto a su padrastro Lowell Brams, y del que supongo pronto daremos cuenta por aquí. Entretanto ha sido una verdadera gozada este tiempo dedicado a recuperar estas canciones y comprobar la lozanía de sus notas tras quince años de vida.