Sheryl Crow se supera con su segundo disco

La portada quiere decir otra cosa. Sheryl Crow aparece con un tono oscuro, maquillada en tonos oscuros, casi góticos, sombríos. Chaqueta de cuero. Lejos queda la luminosa Sheryl Crow de su disco de debut, con su sonrisa, porque su gesto es rígido, pero desafiante. Pero dentro del disco, no hay tanto tono así sino que incide en las líneas de su disco anterior. Rompía en cierto sentido con ese cliché de «posible novia de América» del Rock con raíces. Si Tuesday Night Music Club (1993) la había elevado a las alturas, había encontrado su «competencia» en la irrupción de una Alanis Morissette que en 1995 se había llevado de calle a las listas y a la crítica. Pero Sheryl Crow tenía su plan y en su segundo disco demostró que no era flor de un día, por seguir con el símil fácil. Al contrario, Sheryl Crow es su mejor disco, un trabajo de 1996 que nos mostraba la versatilidad de una Crow ascendiendo como compositora y añadiendo nuevas paletas dentro del Rock americano de raíces. Con su voz característica y con unas canciones que no renunciaban a la influencia del Country y del Folk pero que también mostraban sus guitarras más afiladas. Crow produjo y tocó parte de los instrumentos del disco y contó en algunas canciones con la colaboración del compositor Jeff Trott. En el disco también colaboraron Neil Finn (Crowed House) en las voces o el mítico batería Jim Keltner. Un disco al que le tengo un cariño muy especial no solo por nostalgia, porque somos un cuarto de siglo más viejos, sino porque es un discazo, un trabajo que fue la cima de Sheryl Crow.

La primera parte no da descanso. «Maybe Angels» comienza con ese tono oscuro, un medio de guitarras que se te clavan y con el piano como protagonista. Pero para «A Change» ya entra en un sonido más luminoso y fascinante, hay incluso un punto Pop, con una Crow lanzada y el sonido del órgano y de la guitarra combinando al final del tema. «Home» es mi canción favorita del disco, una balada intensa y emocionante, una canción que Crow canta de forma susurrante, un sonido más minimalista y crepuscular, muy ambiental para desnudar su sentimientos ante un fracaso sentimental. Fascinante. En «Sweet Rosalyn» acelera para un Country Rock con raigambre Blues, con ella de nuevo demostrando el poderío de su voz. Y «If It Makes You Happy», que fue el single de presentación, muestra ese sonido oscuro y atmosférico de nuevo, pero con más potencia y una forma de cantar un tanto arrastrada. En «Redemption Day» vuelve a sonidos más íntimos con un Country Folk crepuscular que cuenta con la sombra de Bob Dylan con una letra de protesta sobre la inacción de Estados Unidos en la guerra de Bosnia. «Hard to Make a Stand» es una muestra de su capacidad para hacer melodías en un tono más melancólico. Y «Everyday Is a Winding Road» es otro hit, una canción mucho más luminosa y optimista que tiene ese sonido del Rock tan característico en su carrera.

La segunda parte sigue en todo lo alto con «Love Is a Good Thing», tema con un punto de Blues que le generó algunos problemas en su día ya que criticaba en la letra que se pudiesen comprar armas en Walmart, especialmente los menores, lo que implicó creo recordar que esos grandes almacenes retirasen sus discos en aquel momento. «Oh Marie» es un tema de Country Rock muy melancólico mientras que «Superstar» retorna al Rock más luminoso, de tonos californianos de los setenta, con una percusión muy lograda. «The Book» es seguramente la canción más floja del disco, un tono oscuro y crepuscular acentuado por las cuerdas. «Ordinary Morning» es un Rock de garra pero mantiene el tono crepuscular y levanta esta fase final la Country Rock melancólica «Sad Sad World». El cierre es para el extra que representa una versión alternativa y más acústica de «Hard to Make a Stand», que tampoco va más allá.

El disco no alcanzó las ventas de su predecesor, pero facturó unos cuantos millones de copias confirmando a Sheryl Crow como una de las figuras claves de ese momento en el que aparecían artistas femeninas con guitarra, un Rock de raíces norteamericanas que se adelantó unos cuantos años al «Americana» aunque en un sentido un tanto diferente. Y es que Sheryl Crow, que bebía tanto de Bob Dylan como de The Rolling Stones, siempre será una de nuestras favoritas. No importa que su carrera posterior fuese menos potente, pero en The Globe Sessions (1998) y en C’mon, C’m0n (2002) había grandes canciones. Luego, como hemos comentado en algunos artículos, le perdimos la pista a pesar de que su ritmo de publicación ha sido constante. Pero, como su segundo disco, Sheryl Crow, ninguno.

 

Desmitificando y reconociendo a Laurel Canyon y el Country Rock y Folk de Los Ángeles de los sesenta y setenta

Cuando suenan los primeros acordes de «Hotel California» de los Eagles, entiendes que es un poco el epitafio de una época en el sentido que Barney Hoskyns describe el periodo de auge y caída del sonido de Laurel Canyon en Los Ángeles durante el periodo que va de 1967 a 1976. Contra ha publicado la traducción de su libro de 2005 Hotel California. Cantautores y vaqueros cocainómanos en Laurel Canyon y ya con el título tienes casi todos los elementos. Lo primero, antes que nada, es un gran libro para todos los amantes de la música y, especialmente, para el sonido del Country Rock, el Folk y lo que luego sería el «Americana». Hoskyns disecciona un momento y un escenario a través de las voces de sus protagonistas y, en definitiva, casi no deja títere con cabeza. Una de las cuestiones claves del libro son todas las contradicciones en las que incurren un grupo de artistas que de ser underground pasan a ser protagonistas y millonarios. Por el camino, quedan conceptos como los de la autenticidad, la legitimidad y la coherencia, que se van desvaneciendo a medida que las ventas crecen. También habría que señalar que es importante incidir en que la mayor parte de ellos tienen como motivación el triunfar, aunque no es menos cierto que se producen muchas renuncias por el camino, o muchas víctimas. A su lado, una industria musical que encuentra una mina de oro en unos sonidos de Country Rock, acústicos e introspectivos, autoreferenciales, por un lado, pero también una evolución hacia ese mainstream que representan los Eagles más triunfantes. Hoskyns lanza una mirada incisiva en la que tampoco caben medias tintas en relación a la situación de las mujeres, una escena machista en un mundo desenfrenado en la que son tratadas por no pocas estrellas como objetos, así como en relación al abuso de las drogas y al alcohol. Hoskyns no resta valor, al contrario, a un periodo y a unos artistas que crearon algunos de los discos más importantes de la historia de la música popular. Y es que estamos hablando de Neil Young, Joni Mitchell, Jackson Browne y compañía.

En primer lugar, el libro te va llevando de ese momento en el que California, y Los Ángeles, se convierten en la «tierra prometida», ese lugar de optimismo y esperanza bañado por el sol. Allí quedan rescoldos del movimiento hippie, de la contracultura y de la ruptura con los valores imperantes. De esta forma, el movimiento del Folk y el Country Rock que se irá cristalizando a partir de un lugar como Laurel Canyon, donde residirán todos estos artistas, y de clubes de nombres míticos como el Troubadour o el Roxy, recogerá los rescoldos de los Beach Boys y Brian Wilson, los Doors, etc. Allí llegarán figuras desde casi todos los lugares de Estados Unidos y de otros países para hacerse una carrera. La escena irá creciendo a la par que esa industria discográfica opera para convertirse en un sonido clave de esos años, aunque menos mayoritario en las ventas que otros. Aquí cobra especial importancia David Geffen, así como Elliot Roberts, claves en las carreras de buena parte de estos artistas, siendo Geffen el que aparece como uno de los principales villanos de la función, fama que le ha perseguido siempre. También sellos como Asylum, Warner, Reprise o Elektra serán claves en la expansión de este sonido, así como agentes y ejecutivos de la industria musical que también tendrán sus contradicciones, luces y sombras, reflejo de una época muy diferente a la que vendrá tras ellos, ya en la segunda mitad de los setenta y los ochenta.

La historia, como decíamos, es ese ascenso que se va produciendo de estos artistas hasta la cima y cómo, por el camino, abandonan todo idealismo. El propio Hoskyns lo deja explícito cuando señala que «tanto predicar el igualitarismo en los sesenta para acabar convertidos en estrellas distantes como los ídolos de la gran pantalla cuyas antiguas mansiones se dedicaron a adquirir» (p. 372). Esto, no es una novedad, y en el libro se describe con toda la crudeza. Como decíamos, de los grandes nombres de la época, salen muchos más, la mayor parte salen mal parados con sus comportamientos y actitudes. No te irías a tomar un café con buena parte de los mismos, casos como los de David Crosby, Stephen Stills, Joni Mitchell, Don Henley o Glenn Frey son paradigmáticos, entre otros, por no hablar de Geffen. Sobrevuela sobre la escena Neil Young, no podía ser de otra forma que, a pesar de también presentarse algunas de sus numerosas contradicciones y aristas, sale mejor parado por no haber sucumbido a algunas de las derivas de parte de la escena, según la visión que se deduce de la obra de Hoskyns, así como por haber leído mejor la situación y su evolución.

Artistas inmensos, canciones y discos inmortales, pero también autocomplacencia, egocentrismo y ensimismamiento para una escena que comenzó con unos ideales y terminó en los contrarios. Como bien señala Hoskyns, de las cabañas de Laurel Canyon y el sentido de comunidad a las mansiones de Bel Air y Malibú. Por el camino, unos ideales que se iban cayendo a una gran velocidad, casi la misma con la que la cocaína y la heroína hacían estragos entre esos artistas. Eso sí, siempre nos quedarán esas canciones y discos.

 

La M.O.D.A., «Ninguna ola»

Casi por sorpresa llegó el cuarto disco de La Maravillosa Orquesta del Alcohol (La M.O.D.A.), tras haber publicado su cantante David Ruiz una serie de canciones en solitario. A lo largo de estos años, he debatido sobre La M.O.D.A. en relación a su calidad e impacto. Por mi parte, los burgaleses fueron un soplo de aire fresco en los años centrales de la segunda década del siglo XXI. Con un sonido Folk Rock que recordaba a The Pogues, también al Punk de The Clash, y con letras coreables, se ganaron al público con sus primeros discos y sus directos inmensos, ni recuerdo las veces que los vimos. Con conciertos que eran una fiesta absoluta, esa música de celebración te levantaba. Además, ellos apostaban por la autogestión, y ahí siguen. En su contra, algunas letras que podrían haberse trabajado más y, para sus detractores, una estética que no funcionaba. Sin embargo, su tercer disco, Salvavidas (de las balas perdidas) (2017) me encendió algunas alarmas. Distaba mucho de ¿Quién nos va a salvar? (2013) y La primavera del invierno (2015), lo cual no quiere decir que no haya que evolucionar, ni mucho menos. Pero, ese disco se tornaba más intimista y oscuro, además de contar con unas letras un tanto menos logradas. El cuarto disco, Ninguna ola, llegaba de la mano de la producción de todo un Raül Refree, icónico por sus trabajos con Silvia Pérez Cruz, Rosalía, El Niño de Elche, Kiko Veneno o Josele Santiago, entre otros y otras. A mí, Refree me parece un productor muy solvente pero también me deja frío, pero esa es mi impresión personal. El caso es que había precaución ante el disco del combo burgalés y las primeras escuchas confirmaron mis temores. Sonido intimista, fuera casi todo el sonido de la banda, algunas bases y un trabajo muy ambiental e introspectivo. Sin embargo, con las escuchas el disco crece hasta ganar fuerza. No es un disco fácil y tiene altibajos pero supera a su predecesor y también en las letras, aunque se mantienen algunos tics. Ruiz mantiene su fraseo y su voz ronca que tan bien encaja en el tono de las canciones de este disco.

El comienzo es muy bueno, «93 compases» es una canción muy potente, una letra más críptica pero más cuidada, y con un final que nos remite brevemente y de forma contenida a sus dos primeros discos. «La vuelta» tiene ese punto más experimental, la producción de Refree se deja notar y tiene un punto sombrío, pero es muy buena canción. Menos convincente resulta «Un bombo, una caja», minimalismo y tono dramático y épico, junto con una afectación que no cuadra. «Conduciendo y llorando» es una de esas canciones que ganan con las escuchas, no llega a la altura de las dos primeras pero hay algo dentro de ese eclecticismo, el fraseo de Ruiz está muy logrado y se nota el avance en las letras. En «Regresso à Vida» parecen apostar por el «menos es más», muy minimalista, y tampoco acaba de arrancar pero va creciendo.

La segunda parte comienza con la menor «Barcos hundiéndose», de nuevo experimental, meten el acordeón y la letra parece más forzada. En «Banderas sin color» es donde emerge el sonido de los primeros discos de La M.O.D.A., una canción más rabia que, a estas alturas, también se agradece. Pero regresan al intimismo minimalista con «Semifinales», otra canción que parece que podría haber tenido un mayor desarrollo. «Memorial» nos deja también un tanto fríos, hay Folk pero la letra tampoco acaba de funcionar, aunque luego crece de nuevo la canción al entrar más la banda. Y el final es para una de las mejores canciones del disco, «Colectivo nostalgia», con un sonido de ellos más contenido pero con la producción más alineada.

Desconocemos el camino que tomarán La M.O.D.A. Lo cierto es que hay que reconocerles que no se estancaron ni se repitieron. También que han sido valientes y han tomado decisiones muy audaces. Iremos viendo pero se han ganado de nuevo nuestra confianza.